El alma humana vive entre dos horizontes: el brillo inmediato de la materia y la luz eterna del espíritu. Es natural que busquemos prosperidad, porque habitamos en un mundo donde la necesidad nos toca cada día. Anhelamos riqueza, seguridad, estabilidad; y en esa búsqueda aprendemos técnicas, métodos y filosofías que prometen guiarnos hacia la abundancia. Se nos habla de programación neurolingüística, de decretos, de visualización creativa, de la ley de atracción, de afirmaciones diarias, de elevar la frecuencia, de alinear la mente con el universo. Todo ello nace del deseo legítimo de vivir mejor. Pero la verdad, esa que está más allá de las apariencias, exige que entendamos algo más profundo.

La cábala enseña que la existencia no se reduce a manifestar lo que deseamos, porque el mundo material es solo una vestidura, una cáscara que cubre un misterio mucho mayor. Sí, podemos aprender métodos para ordenar la mente y canalizar la energía, pero no debemos permitir que estas herramientas se conviertan en ídolos que gobiernan nuestra vida. Muchas de ellas prometen poder, pero rompen la paz interior. Alimentan el ego, ensanchan la ansiedad y nos hacen creer que todo depende de nuestra capacidad de controlar la realidad, cuando la realidad verdadera tiene otra fuente.

Desde la perspectiva de la cábala, la provisión —el sustento, la riqueza, las oportunidades— está determinada desde lo alto. Cada año, en Rosh Hashaná, se asigna el flujo espiritual que sostendrá nuestra vida. No se trata de destino rígido, sino de un diseño divino que se ajusta a la pureza del alma, a su tikún, a su misión esencial. El ser humano tiene libre albedrío, sí, pero este libre albedrío no compite con la voluntad de Dios: la complementa. Nosotros elegimos las sendas, pero Él determina el terreno por el que caminamos, la fuerza que nos sostiene y el techo de cada bendición.

El alma no encarna solo para buscar dinero, sino para atravesar pruebas necesarias. Llamamos pruebas a aquello que nos incomoda, a los retos, a los momentos de confusión, a los dolores que no entendemos. Sin embargo, desde la cábala esas pruebas no son castigos ni accidentes: son parte del tikún, las escalas que el alma debe subir para volver al Creador. Cada desafío rompe una capa de ego, pule una arista del carácter, ilumina una zona interna que estaba oscura. Son los tramos ocultos del camino que nos acerca a la raíz de donde venimos.

Jesús, en su palabra, confirma este misterio. Cuando promete que Él mismo nos dirá qué decir en la hora difícil, nos está recordando la verdad del alma: lo que parece inspiración repentina es, en realidad, memoria espiritual. Son las enseñanzas que hemos recibido, las palabras que hemos estudiado, la luz que hemos atesorado en el silencio. Por eso insiste en que debemos permanecer en estudio, sumergidos en la palabra divina, porque solo lo que sembramos dentro podrá ser despertado cuando llegue el momento. Quien se alimenta solo de técnicas de manifestación se expone a un espejismo; quien bebe de la verdad puede reconocer la voz divina en el instante decisivo.

La cábala es clara respecto al dinero: el dinero es energía espiritual vestida de materia. No es malo, no es impuro, no es enemigo; es una herramienta, una extensión de la luz divina que permite que ciertas reparaciones se cumplan. Pero cuando lo convertimos en fin último, cuando abandonamos la integridad para alcanzarlo, cuando sacrificamos la paz por obtenerlo, entonces deja de ser bendición y se transforma en carga. La riqueza verdadera llega en proporción al tikún, a la misión que el alma debe cumplir. Por eso, no todos reciben la misma medida, y por eso tampoco todos están llamados a manejar grandes fortunas. El Creador da de acuerdo con la responsabilidad espiritual de cada uno.

En este mundo podemos usar técnicas, herramientas y métodos, siempre que no nos desconecten del propósito. El error está en creer que la mente lo controla todo, cuando la mente misma es apenas un instrumento del espíritu. El alma, no la mente, es la que conoce al Creador. Y es el alma la que debe caminar, avanzar, reparar, vencer sus sombras, elevarse. Cuando Jesús nos invita a mirar más allá del miedo y de las amenazas humanas, nos está mostrando este camino interior: nadie puede arrebatar la eternidad de quien camina en la verdad.

Así, aunque deseemos prosperar —y es bueno hacerlo— no olvidemos lo esencial: la vida eterna es la única riqueza que no se desgasta. El éxito material puede ser un tramo del camino, pero nunca es la meta. La verdadera meta es regresar al Creador, y para eso el alma debe completar su tikún. Cada prueba, cada decisión, cada acto de fe nos acerca a esa plenitud.

Quien conoce esta verdad no se deja engañar por la ilusión del poder mental ni por los métodos que prometen cambiar el destino sin cambiar el corazón. La realidad final es clara: se hace la voluntad de Dios, siempre. Y solo quienes se alinean con esa voluntad, quienes permiten que su tikún se cumpla, quienes permanecen en la palabra divina, alcanzan la luz que no se apaga y la vida que ningún miedo puede destruir.