Jesús nos enseña que la conversión verdadera nace dentro, cuando dejamos que Dios purifique lo que ya no da fruto.

Su voz nos invita a enderezar el camino interior y a permitir que el Espíritu encienda en nosotros un fuego que no destruye, sino que transforma.
Quien acepta esa luz se vuelve trigo en las manos de Dios.

EL FUEGO QUE PURIFICA EL CAMINO INTERIOR

En el desierto donde todo ruido se extingue y solo la verdad permanece desnuda, surge siempre una voz que nos llama al retorno. Una voz que no adorna sus palabras, que no negocia con nuestras excusas, que no se deslumbra ante nuestros títulos ni genealogías. Esa voz —como la de Juan en los días antiguos— nos invita a una conversión real, no cosmética; a un despertar que nace desde lo más íntimo del corazón.

La cábala enseña que el alma desciende al mundo para hacer tikkún, reparación. Pero ninguna reparación comienza sin reconocer primero aquello que está torcido. Juan lo sabía: por eso su llamado golpea. Por eso desnuda la soberbia. Por eso exige fruto, no discursos. Porque en la visión espiritual, cada acción genera forma; cada pensamiento edifica o destruye; cada acto revela si estamos en el Sendero de Luz o en la sombra que nos distrae.

El fuego del que habla no es un castigo, sino la purificación divina que quema la paja interior, aquello que no sirve para la vida del espíritu. Ese fuego es or há’emet, la luz de la verdad que Jesús trae para separar lo esencial de lo inútil, lo eterno de lo pasajero. Es el fuego que deshace nuestros ídolos, que limpia el templo interior para que Dios habite sin obstáculos.

Convertirse es permitir ese fuego. Es dejar que el hacha toque la raíz de nuestro ego, que se quiebre el orgullo que nos hace sentir “herederos” sin haber dado fruto. Es recordar que el Reino está cerca —no como un lugar lejano, sino como una vibración que pide espacio en nuestro interior.

Quien escucha la voz en su propio desierto comienza a allanar sus senderos: endereza su intención, purifica su deseo, orienta su vida hacia aquello que es verdadero. Entonces el bautismo deja de ser un rito y se convierte en transformación. Entonces el Espíritu encuentra morada. Entonces la vida se vuelve trigo y no paja.

Y así, en silencio, el alma empieza a arder con el fuego santo que no destruye, sino que ilumina. Porque todo aquel que permite esa llama descubre que Dios no viene a talar su vida, sino a hacerla florecer.

Lectura del santo evangelio según san Mateo (3,1-12):

Por aquel tiempo, Juan Bautista se presentó en el desierto de Judea, predicando: «Convertíos, porque está cerca el reino de los cielos.»
Éste es el que anunció el profeta Isaías, diciendo: «Una voz grita en el desierto: «Preparad el camino del Señor, allanad sus senderos.»»
Juan llevaba un vestido de piel de camello, con una correa de cuero a la cintura, y se alimentaba de saltamontes y miel silvestre. Y acudía a él toda la gente de Jerusalén, de Judea y del valle del Jordán; confesaban sus pecados; y él los bautizaba en el Jordán.
Al ver que muchos fariseos y saduceos venían a que los bautizará, les dijo: «¡Camada de víboras!, ¿quién os ha enseñado a escapar del castigo inminente? Dad el fruto que pide la conversión. Y no os hagáis ilusiones, pensando: «Abrahán es nuestro padre», pues os digo que Dios es capaz de sacar hijos de Abrahán de estas piedras. Ya toca el hacha la base de los árboles, y el árbol que no da buen fruto será talado y echado al fuego. Yo os bautizo con agua para que os convirtáis; pero el que viene detrás de mí puede más que yo, y no merezco ni llevarle las sandalias. Él os bautizará con Espíritu Santo y fuego. Él tiene el bieldo en la mano: aventará su parva, reunirá su trigo en el granero y quemará la paja en una hoguera que no se apaga.»