Jesús vino al mundo para acercarnos a Dios,
revelándonos el secreto de una vida dichosa a través de sus enseñanzas de fe.

La dicha de la fe está en confiar plenamente en Dios,
creyendo que todo lo que vivimos en esta vida terrenal es para bien,
mientras damos gracias por todo,
recordando siempre que nuestra verdadera meta es la vida eterna.

Para esta vida, Jesús nos enseñó:
“Todo lo que pidan en oración, creyendo, lo recibirán”
(Mateo 21,22).
Y que lo pidamos al Padre, en su Nombre.

¿Lo crees?

Entonces, vive en oración.
Da gracias a Dios en todo momento.
Cumple sus mandamientos…
y sigue los anhelos que Él sembró en tu corazón.

Creer sin ver: la fe que nace del alma despierta

En el Evangelio de Juan (20,24–29), Tomás no estaba presente cuando Jesús resucitado se apareció a sus discípulos.
Cuando le contaron, no creyó. Dijo:
“Si no veo la marca de los clavos y no meto mi mano en su costado, no lo creeré.”

Ocho días después, Jesús se le aparece y le dice:
“Trae tu dedo… y no seas incrédulo, sino creyente.”
Tomás entonces reconoce:
“¡Señor mío y Dios mío!”

Y Jesús le responde con palabras que atraviesan los siglos:
“¿Has creído porque me has visto? Dichosos los que creen sin haber visto.”

Desde la sabiduría de la Cábala, esta escena revela una verdad esencial:
hay una fe que nace de la evidencia… y otra que nace del alma despierta.

La Cábala enseña que el mundo que vemos con los ojos físicos es solo una parte de la realidad.
La realidad más alta —el Reino de los Cielos— solo puede percibirse con los sentidos del alma.
Y el alma solo despierta cuando está en oración profunda,
es decir, en conexión real con Dios desde el interior.

Estar en oración no es solo hablarle a Dios.
Es aprender a escuchar con el corazón,
es entrar en silencio, confiar, y abrirnos a lo invisible.
Es ahí donde se revela la verdadera fe:
una fe que no necesita pruebas externas,
porque se sostiene en la certeza interior de que Dios está.

Tomás representa la parte de nosotros que quiere tocar para creer,
que necesita controlar, ver, entender.
Pero Jesús nos llama a otro nivel:
al nivel de quienes creen desde lo profundo del espíritu,
sin pruebas… pero con paz.

La emuná, en hebreo, no es solo “fe” como idea.
Es fidelidad.
Es vivir como si ya supieras que Dios cumple sus promesas.
Es caminar guiado por la luz… aunque el camino aún esté oscuro.

Por eso, Jesús bendice a los que creen sin ver.
Porque esa fe es fruto de la oración sincera,
de una relación viva con Dios,
y no de una señal externa.

Hoy, más que nunca, el mundo necesita de esa fe.
Una fe silenciosa, madura, firme.
Una fe que nace del alma despierta,
y que se sostiene… aun cuando no vea.


Lectura del santo evangelio según san Juan (20,24-29):

Tomás, uno de los Doce, llamado el Mellizo, no estaba con ellos cuando vino Jesús.
Y los otros discípulos le decían: «Hemos visto al Señor.»
Pero él les contestó: «Si no veo en sus manos la señal de los clavos, si no meto el dedo en el agujero de los clavos y no meto la mano en su costado, no lo creo.»
A los ocho días, estaban otra vez dentro los discípulos y Tomás con ellos.
Llegó Jesús, estando cerradas las puertas, se puso en medio y dijo: «Paz a vosotros.»
Luego dijo a Tomás: «Trae tu dedo, aquí tienes mis manos; trae tu mano y métela en mi costado; y no seas incrédulo, sino creyente.»
Contestó Tomás: «¡Señor mío y Dios mío!»
Jesús le dijo: «¿Porque me has visto has creído? Dichosos los que crean sin haber visto.»

Palabra del Señor.

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