En el Evangelio de Mateo (25,31-46), Jesús nos presenta una visión impactante del juicio final. Sin embargo, más allá de la escena de la separación de ovejas y cabritos, la enseñanza fundamental radica en la presencia divina que se revela en cada ser humano y en toda la creación.
La verdad es que Dios está entre nosotros, impregnando cada rincón de la existencia. No solo en nuestros semejantes, sino también en los animales y el reino vegetal. Es una comprensión profunda de que somos uno, porque Dios es uno.
Cuando vivimos desde el amor, reconocemos esta unidad. Entendemos que al lastimar a otro, nos lastimamos a nosotros mismos, porque Dios, la esencia divina, está intrínsecamente conectado en todos nosotros y en todo lo que nos rodea.
Jesús nos ilustra que nuestras acciones son la clave para ganar la vida eterna en el Reino de Dios. Seguir sus enseñanzas y permitir que su espíritu resida en nuestro corazón nos conduce a vivir en armonía con el divino.
La esencia de Dios nos llama a la justicia y la misericordia, reflejando la justicia y la misericordia divinas. Es a través de este modo de vida que nuestras almas sanan, que las heridas del egoísmo y la separación se cierran.
Amar al prójimo como a uno mismo, sin olvidar a los nuestros, es donde encontramos a Jesús. En la humanidad y en cada ser de esta creación, la presencia divina se manifiesta. En cada acto de amor y compasión, reconocemos la unidad que nos conecta a todos, porque, al final, somos portadores de la luz de Dios.
Que esta reflexión nos inspire a vivir de manera que refleje la presencia divina en nosotros y en todo lo que nos rodea, guiados por el amor y la comprensión, construyendo así el Reino de Dios en la Tierra.