María, con su ejemplo, nos enseña a aceptar la voluntad de Dios.

Deja que sea el Espíritu Santo quien actúe, para que el fruto sea la verdadera voluntad de Dios, y no la expresión del deseo de la parte material del hombre.
Esa es la gran lección de María, Madre de gracia y de misericordia.

El Magníficat es la oración de María para dar gracias a Dios:

«Proclama mi alma la grandeza del Señor,
se alegra mi espíritu en Dios, mi salvador;
porque ha mirado la humillación de su esclava.
Desde ahora me felicitarán todas las generaciones,
porque el Poderoso ha hecho obras grandes por mí:
su nombre es santo,
y su misericordia llega a sus fieles de generación en generación.
Él hace proezas con su brazo:
dispersa a los soberbios de corazón,
derriba del trono a los poderosos
y enaltece a los humildes,
a los hambrientos los colma de bienes
y a los ricos los despide vacíos.
Auxilia a Israel, su siervo,
acordándose de la misericordia,
como lo había prometido a nuestros padres,
en favor de Abraham y su descendencia por siempre.»

Para quien tiene fe, todo es para bien

María, la madre de Jesús, nos enseña con su vida una de las verdades más profundas de la fe: no se necesita entender todo… para confiar en Dios.

Cuando el ángel le anunció su misión, ella no pidió explicaciones. No puso condiciones. Simplemente dijo:
“Hágase en mí según tu palabra.”

Y ese “sí” lo cambió todo.

Porque cuando el alma se entrega con fe, incluso sin entender el plan completo, el Espíritu Santo puede actuar con poder. María nos muestra que la verdadera fe no consiste en tener todo claro, sino en tener el corazón abierto. Por eso, al llegar a casa de su prima Isabel, no lleva solo un saludo… lleva la Presencia misma de Dios. Y esa Presencia transforma. El niño en el vientre de Isabel salta. El Espíritu Santo llena la escena. La realidad se vuelve sagrada.

Desde la sabiduría de la Cábala judía, esto tiene un profundo eco. La Cábala nos habla del Tikkún, una palabra hebrea que significa «reparación», «restauración», «reordenamiento». Enseña que todo lo que vivimos, incluso el dolor y la confusión, puede convertirse en parte de nuestro proceso de sanación espiritual. No hay caos sin sentido. Todo puede ser para bien… si se recibe con fe.

El Magníficat, la oración que brota del alma de María, no es solo un cántico de gratitud. Es una declaración de sabiduría.
María proclama:

“Mi alma glorifica al Señor, y mi espíritu se alegra en Dios, mi salvador…”

Y lo hace no porque todo esté resuelto, sino porque todo está en manos de Dios.

La fe de María no busca controlar, sino entregar. No se centra en el “cómo”, sino en el “quién”: en el Dios que cumple promesas, en el Dios que exalta a los humildes, en el Dios que alimenta al hambriento, aunque los poderosos sigan ocupando sus tronos.

En la lógica de la fe —y también en la de la Cábala— hay una sabiduría escondida: lo que parece una pérdida, muchas veces es una ganancia oculta. Lo que parece un retraso, es protección. Lo que parece silencio, es preparación.

Por eso decimos con toda el alma:
Para quien tiene fe, todo es para bien.

No porque todo sea fácil, sino porque todo tiene un propósito.

Esa es la lección de María, madre de gracia y de misericordia. Su ejemplo nos invita a confiar más, a soltar el control, y a permitir que el Espíritu Santo actúe en nosotros, no desde nuestros deseos materiales, sino desde la voluntad divina.

Y cuando lo hacemos…
aunque no sepamos el final,
podemos caminar en paz.

Porque quien se entrega con fe,
ya está en las manos de Dios.
Y en esas manos, todo…
es para bien.


Lectura del santo evangelio según san Lucas (1,39-56):

En aquellos días, Maria se puso en camino y fue aprisa a la montaña, a un pueblo de Judá; entró en casa de Zacarías y saludó a Isabel. En cuanto Isabel oyó el saludo de Maria, saltó la criatura en su vientre.
Se llenó Isabel del Espíritu Santo y dijo a voz en grito: «¡Bendita tú entre las mujeres, y bendito el fruto de tu vientre! ¿Quién soy yo para que me visite la madre de mi Señor? En cuanto tu saludo llegó a mis oídos, la criatura saltó de alegría en mi vientre. Dichosa tú, que has creído, porque lo que te ha dicho el Señor se cumplirá.»
María dijo: «Proclama mi alma la grandeza del Señor, se alegra mi espíritu en Dios, mi salvador; porque ha mirado la humillación de su esclava. Desde ahora me felicitarán todas las generaciones, porque el Poderoso ha hecho obras grandes por mí: su nombre es santo, y su misericordia llega a sus fieles de generación en generación. Él hace proezas con su brazo: dispersa a los soberbios de corazón, derriba del trono a los poderosos y enaltece a los humildes, a los hambrientos los colma de bienes y a los ricos los despide vacíos. Auxilia a Israel, su siervo, acordándose de la misericordia –como lo había prometido a nuestros padres– en favor de Abrahán y su descendencia por siempre.»
María se quedó con Isabel unos tres meses y después volvió a su casa.

Palabra del Señor.

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